Una historia breve sobre cómo un cultivo amarilleó el sur y se hizo parte de la mesa chilena.
La canola llegó a Chile como llegan muchas buenas ideas: en pequeñas semillas y grandes conversaciones. Primero fue curiosidad, luego ensayo, y con el tiempo una promesa para los campos del sur. Variedades más nobles —con aceite suave y harina valiosa— abrieron espacio para que productores y molinos se animaran a sembrarla en serio.
En invierno la siembra es discreta, pero en primavera el paisaje habla solo: franjas amarillas en Maule, Ñuble, Biobío, La Araucanía, Los Ríos y Los Lagos. Ahí la canola encontró clima, suelos y manos expertas. Su calendario calza con la vida del campo y su rotación mejora el piso para el trigo y la avena: menos malezas, suelos más esponjosos, labores mejor escalonadas.
Detrás de cada hectárea hay decisiones finas: elegir la fecha justa, ajustar la densidad, cuidar el azufre, entrar a tiempo al control de malezas. No se trata solo de producir; se trata de hacerlo bien, de manera que la floración sea pareja y la cosecha llegue limpia al acopio.
La semilla viaja a la planta y se transforma: aceite claro para la cocina y harina proteica para alimentar cadenas productivas. Calidad y tiempo son claves: humedad controlada, impurezas bajas y logística a punto. Así la canola completa su recorrido, desde el sur profundo hasta la mesa de todos los días.
La historia sigue: nuevas variedades, mejores prácticas, mercados exigentes. La canola ya no es novedad; es una pieza estable en la agricultura del centro–sur, una alternativa que suma agronomía, sustentabilidad y valor para el territorio.